EDITORIAL: "APOLOGÍA DEL FÚTBOL"
Quiero hacer apología del fútbol Porque somos muchos los que amamos este deporte por encima de todo. Me gusta este juego entre veintidós jugadores dentro de una superficie de 7000 m2., donde las habilidades con un balón son capaces de marcar mis estados de ánimo según van sucediendo los hechos: la disputa, la victoria, la derrota, la serenidad, la alegría Me entusiasma el combate imprevisible de dos formaciones, disfruto de la fuerza de la táctica y del frenesí por ganar tanto de los individuos como de los equipos. Alabo tanto las virguerías con el balón como el juego inteligente de posiciones También, huyo del espectáculo amarillista del fútbol, de la publicidad mundana que no tiene nada que ver con el deporte, del fútbol que está reñido con los lujos de salón. Sin duda, los contratos maravillosos de unos pocos equivocan a la masa, ciega a los aficionados creyendo que todos acabarán millonarios afortunadamente abunda la gente que, simplemente, juega por jugar... sin más.
De ahí que quiera propagar lo que es el fútbol, químicamente puro, sin boato ni estridencias. Y para ello nada mejor que trasladarnos a épocas infantiles. Tiempos aquellos donde los equipos se formaban en la calle, en cualquier solar, a cualquier hora y con cualquier balón Sin árbitro, sin medios, sin porterías, sin tácticas, sin intereses individuales, sin egoísmos personales. Altruismo total. Unos de su padre y otros de su madre. Los dos capitanes, los dos líderes, se ponían uno enfrente del otro y contaban pasos. Hasta que uno acababa montando el pie más adelantado sobre el del otro Y comenzaba la elección de los compañeros, cada capitán hacía su propio equipo.
No había más que defensas, medios y delanteros. Eso sí, El Gordo de portero. Y además era el amo del balón, aquella masa amorfa ni redonda ni ovalada; ni rectangular, ni cuadrada; aquel balón amalgama de caucho de la fábrica de tapones de penicilina. Los defensores la pegaban adelante y guardaban la posición; los medios sabían manejar el balón y daban pases medidos acompañando al ataque con inusitada solidez para resolver a veces con un buen tiro a puerta; y los delanteros eran los más rápidos, los más hábiles, los más ratoneros y oportunistas con toda la gama de virguerías técnicas con el balón, buscando siempre el gol.
Las afinidades aparecían enseguida. Aquel fútbol donde los niños jugaban con botas remendadas, con tiras de suela entresacadas de los zapatos viejos tirados en los basureros. Los tacos redondos argentinos no se conocían todavía. El balón botaba siempre al lugar más imprevisto donde nadie lo esperaba. Fútbol del bueno, aquellos equipos garantizaban tan solo entusiasmo porque todos los niños practicaban el Todos para uno y uno para todos al más puro estilo DArtagnan. Los códigos de conducta eran los apropiados a la edad, nadie se escondía, todos iban a por todas, nadie se rilaba se solía comentar Nos protegíamos unos con otros, las críticas mutuas no aparecían ni en los momentos de mayor tensión.
Los largueros y los postes eran más o menos imaginarios, los balones altos los calculábamos a ojo y no hacía falta un árbitro porque siempre nos poníamos de acuerdo. Tampoco precisábamos de moviola ni de un comité de disciplina. Pocas faltas se sancionaban, era un fútbol fuerza espontáneo por naturaleza donde todos consentíamos. Pensábamos que el fútbol es contacto si alguien no iba de mala fe. De portería a portería, es una marranería voceábamos si en los saques de puerta se llegaba con el balón de lado a lado del campo; también en los saques de esquina teníamos nuestros códigos, a los tres penalti decíamos, aunque de penalti nunca queríamos ganar Nuestra ética infantil nos avergonzaba.
¡Hemos ganao, hemos ganao, el Equipo Colorao!. Era la frase pandillera, de barrio, cuando uno de los equipos se retiraba y quería hacer valer su victoria públicamente. Era un fútbol verdadero, el que se recuerda sin intereses ocupando aquellos baldíos; hoy se resuelve todo en la play station como un simulador de la realidad. Cuando alguna disputa no se resolvía correctamente o nos enzarzábamos en disputas sin sentido, El Gordo cogía el balón y se iba para su casa. El partido finalizaba en ese momento. De ahí que todos supiéramos que había que disputar con lealtad y no entrar en tontas discusiones.
Aquellos equipos infantiles funcionaban sobre todo por los lazos emocionales, por las lealtades de auténticos amigos de la calle, por la participación de niños responsabilizados hasta para cubrir los defectos de los menos comprometidos. En aquel Equipo Colorao los mejores no hacían de menos a los peores, todos se consideraban partícipes de las victorias y sobre todo de las derrotas. La amistad fluía a raudales. Aquellos equipos autodirigidos se crecían en ambientes de riesgo pero en entornos difíciles sabían adaptarse. El miedo no existía y, de aparecer, les hacía más fuertes, siempre seguros, porque se agrupaban enseguida como en un arrecife. Con todo, el fútbol era una constante.
Aquellos equipos funcionaban con un compromiso total hacia la misión ideada por cada uno pero aceptada por todos en bloque, era una explotación al máximo de las capacidades mutuas. No eran ricos de cuna y sabían pelear con medios escasos en todas las competiciones que se mantuvieran. Se conseguía la organización ideal: Cada uno daba lo máximo de sí mismo y todos se aceptaban aportando sus particulares condiciones.
Esas fuentes de jugadores se han perdido. Solemos hacer apología de un personaje, de una época, de un país. Podemos elogiar situaciones de un partido de fútbol, alabar a unos jugadores, justificar una victoria o una derrota. Pero lo que siempre defenderemos es el fútbol que juegan los niños, sin cortapisas tácticas ni juego predeterminado. El fútbol tiene que volver a sus principios, al menos en lo de ilusionarnos a cambio de nada, aspirando a la máxima diversión domingo a domingo para que los aficionados estén orgullosos de sus niños futbolistas.
A mí me parece que esto es hacer apología del fútbol. Así de sencillo deberíamos regresar a esos principios.
MAROGAR